El Imperio británico, a pesar de las pérdidas sufridas por la guerra de independencia de Estados Unidos, tenía una indiscutible supremacía mundial en los mares. La única potencia equiparable que se le resistía era Francia, que tras la Revolución y bajo la dirección de Napoleón había emprendido una ambiciosa serie de campañas de conquista.
Mientras se libraban las guerras napoleónicas en Europa, los Estados Unidos habían iniciado su propia política expansionista. Mantenían estrechas relaciones culturales y comerciales con las colonias británicas de la actual Canadá y pretendían ganar territorio a su costa. Otras motivaciones para invadir el norte eran el reclutamiento forzado de marineros americanos para la Marina Real británica y el apoyo inglés a los pueblos amerindios que se oponían a la expansión estadounidense. Muchos de aquellos nativos serían los más perjudicados por la guerra anglo-americana.
El conflicto empezó en 1812 con varios combates y bloqueos por el control comercial en los Grandes Lagos fronterizos. Pero ya con Napoleón derrotado, los británicos decidieron invadir Estados Unidos para asestar un duro golpe en 1814. Enviaron tres ejércitos que se abrieron paso tras tomar el estado de Maine y arrasar Washington, pero sucesivamente fueron perdiendo las batallas hasta ser definitivamente vencidos en Nueva Orleans. España estuvo mínimamente implicada cuando el gobernador de Pensacola, en la Florida española, se puso de parte de Gran Bretaña, pero los Estados Unidos ganaron al ocupar dicha ciudad.
El resultado de la guerra fue de statu quo ante bellum. Más detalladamente, los estadounidenses contuvieron a los británicos pero éstos a su vez lograron mantener el control de sus colonias. Mediante el Tratado de Gante, ambas naciones firmaron la paz y no alteraron sus posiciones previas al enfrentamiento armado.
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